jueves, 27 de mayo de 2010

Volver


Soy un animalito de costumbres para muchas cosas. Suelo hacer siempre unos recorridos fijos, por determinadas aceras y caminos. Por las noches, cuando escapo de los amaneceres que parecen perseguirme, paso siempre junto a las mismas ventanas, me reencuentro con el olor a suavizante de esa vecina que adora poner la secadora por las noches, y esquivo algún que otro seto que ha crecido más de la cuenta y pretende interrumpir mi camino. Dentro de poco, en esta recta final, me detendré junto a una dama de noche, y aspirando su perfume, intentaré retenerlo hasta entrar en el portal; allí desaparezco como el sonido de mis pasos que por unos instantes perturbaron el silencio de la calle.
Últimamente reparo en estas cosas, y en los regresos en sí. Todos los caminos de vuelta, ya sean de tomar un café, de un viaje a Praga o de una hermandad de Penitencia que abandona la Catedral, tienen en común lo agridulce de su sabor. Se entremezclan los recuerdos mejores y peores, la alegría de lo vivido, la pena de que termine todo, los pensamientos, las reflexiones de todo lo ocurrido, conclusiones… En ocasiones cansancio en la espalda, y en otras ocasiones cosas peores; pero todo parece formar parte del proceso de volver.
He vivido nuevos caminos de vuelta últimamente, además, he cambiado el romanticismo de los ferrocarriles por el autobús, otro diverso mundo digno de estudio, y me reafirmo en lo que siempre pensé. A veces da alegría volver a casa, pero suele quedar la sensación de aquella sevillana rociera que decía “¡Ay qué triste es el camino cuando se viene de vuelta!”
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