Como en otras ocasiones, el día llegó con un despertador único, las campanas de una iglesia cercana. Tras un fantástico desayuno, con otro de esos capuchinos geniales que ese país te regala en cada rincón, salimos a dedicarle a Florencia en cuerpo y alma uno de nuestros últimos días por aquellas tierras.
Según una amiga italiana, Florencia le recordaba mucho a Sevilla. Siempre he pensado que las comparaciones no es que sean odiosas, es que en muchas ocasiones son incomparables; por eso yo no me atrevería a afirmar de manera rotunda aquello (que por otra parte muchos me han dicho) pero si digo que aquella ciudad tiene un “algo” muy especial.
“Florencia es una ciudad peatonal”, me habían repetido eso hasta la saciedad, y yo no estaba del todo segura como era eso, porque en aquél tiempo cogía el bus nocturno para volver a casa en la Plaza Nueva. Estaba haciéndole una foto a Muffin en el Duomo, en medio de una calle de una ciudad peatonal cuando de pronto reparé en algo. Una fila de coches venía por mi derecha… Habría sido graciosísimo morir atropellada en una ciudad peatonal, pero los residentes de allí conducían mejor que los napolitanos. La Santa Croce, la tumba de Galileo, el Ponte Vecchio, cada calle, cada rincón de aquella urbe era maravilloso. Por otra parte, si alguna vez en la vida me he sentido estúpida (bueno, lo he sentido más de una y más de dos) fue allí, en la puerta de la Galería Oficci. El viajar de aquella manera te hace olvidar todo, el espacio, el tiempo, y hasta el día en que vives; y lo del día era literal, porque aquél día era un lunes, pero yo no reparé hasta que no estábamos ante las puertas cerradas de la galería. Evidentemente, como ocurre en todos los lugares del mundo, los museos y galerías cierran los lunes, y para más INRI, yo abandonaba Italia esa madrugada. Intentando no pensar cuanto me había perdido tras mi no visita a aquel lugar, trascurrió la jornada por la ciudad. Comenzó a llover, como el día en que llegué, la verdad es que adoro la lluvia y a veces pienso que es recíproco.
No sé como se nos pudo ocurrir aquello. Tal vez fue por todos los adornos navideños, por los anuncios que habíamos visto alguna noche en la tele, por todo en general, que pensamos que un souvenir ideal era llevar panetone, con su correspondiente caja enorme; y así estábamos, con nuestras maletas, el cansancio de tantos días y nuestras cajas de panetone de chocolate, en la estación de tren. Eso no habría sido tan raro si no fuera porque, mi amadísima compañía ferroviaria italiana, Trenitalia, se había puesto en huelga… Si queridos caóticos míos, no podía ser de otro modo, hasta el último día dando la nota… La cosa fue que entre cancelaciones de trenes, jaleos, quejas y demás, nos dio tiempo a sacar una cancioncilla estúpida al máximo. Lo he estado pensando un rato y no la voy a poner aquí, porque mi imagen ya está muy deteriorada como para sumarle esto… Finalmente conseguimos coger un tren que nos devolvió a Milán. En la propia estación de tren cogíamos el bus que nos llevaba al aeropuerto. Paso por alto las horas esperando al autobús, en aquella sala de espera comiendo sándwiches de mortadela boloñesa, porque aquello era kafkiano.
Aún recuerdo mi último capuchino en tierra italiana, en el aeropuerto de Bergamo. Ese último café supera con creces cualquiera que haya podido tomar en España, porque desde aquí lo digo: ¡ponerle espuma a un café con leche no es un capuchino!
Medio ensoñada, desperté en el avión de una mini-siesta; miré a mi alrededor, nuestras cajas de panetone, los italianos hablando de España, gente dormida… Por las ventanillas de un lado era de día, mientras que por las del otro lado parecía de noche. Aquellos días habían sido tan surreales y maravillosos como ese momento. Tal vez me ocurrió como en esa canción de Ismael Serrano “los viajes que trajeron a otros vistiendo nuestros cuerpos”, pero de cualquier manera, sentí una punzada cuando tomamos tierra. Estaba contenta de volver a casa, pero algo se quedaba atrás, y quería volver.
EPÍLOGO
No sé cuantas monedas eché a aquella maravillosa fuente romana, pero alguna caería dentro… O tal vez fue Júpiter, o simplemente, iba a ser así. La verdad es que siempre lo supe, que volvería, y al fin, el lunes, muy temprano tomo un avión que me devuelve a ese país, y concretamente a Roma. Será maravilloso volver, en una época del año totalmente antagónica a la anterior, con otra gente, en un viaje totalmente diferente pero espero que igual de bueno. Para resarcirme, el destino ha querido que uno de los días visitemos Florencia, Galería Oficci incluida, entre otras cosas. Forma parte de las cuentas que tengo pendientes por allí, como el helado Tartufo y tantas cosas…
Este viaje es el broche de oro de un verano bastante bueno, y como colofón, mirando las predicciones meteorológicas ¡seguramente llueva! Lo dije antes, mi relación de amor con la lluvia es recíproca, aunque todos sabéis que hay una semana al año en que no la quiero ver aparecer…
Una vez dispuestos mis líquidos en la bolsita pertinente, y plenamente segura de que no llevo armas, como una catapulta, (a ver que hago yo sin una de estas en Roma), ya puede dar comienzo el viaje. Y lo de la catapulta no es coña, figura entre otras cosas en las instrucciones de AENA, en las que en todo momento me recuerdan que es por mi seguridad, no vaya a ser que decida asaltar el avión con el rimel en un ataque de histeria, y la liemos…
Según una amiga italiana, Florencia le recordaba mucho a Sevilla. Siempre he pensado que las comparaciones no es que sean odiosas, es que en muchas ocasiones son incomparables; por eso yo no me atrevería a afirmar de manera rotunda aquello (que por otra parte muchos me han dicho) pero si digo que aquella ciudad tiene un “algo” muy especial.
“Florencia es una ciudad peatonal”, me habían repetido eso hasta la saciedad, y yo no estaba del todo segura como era eso, porque en aquél tiempo cogía el bus nocturno para volver a casa en la Plaza Nueva. Estaba haciéndole una foto a Muffin en el Duomo, en medio de una calle de una ciudad peatonal cuando de pronto reparé en algo. Una fila de coches venía por mi derecha… Habría sido graciosísimo morir atropellada en una ciudad peatonal, pero los residentes de allí conducían mejor que los napolitanos. La Santa Croce, la tumba de Galileo, el Ponte Vecchio, cada calle, cada rincón de aquella urbe era maravilloso. Por otra parte, si alguna vez en la vida me he sentido estúpida (bueno, lo he sentido más de una y más de dos) fue allí, en la puerta de la Galería Oficci. El viajar de aquella manera te hace olvidar todo, el espacio, el tiempo, y hasta el día en que vives; y lo del día era literal, porque aquél día era un lunes, pero yo no reparé hasta que no estábamos ante las puertas cerradas de la galería. Evidentemente, como ocurre en todos los lugares del mundo, los museos y galerías cierran los lunes, y para más INRI, yo abandonaba Italia esa madrugada. Intentando no pensar cuanto me había perdido tras mi no visita a aquel lugar, trascurrió la jornada por la ciudad. Comenzó a llover, como el día en que llegué, la verdad es que adoro la lluvia y a veces pienso que es recíproco.
No sé como se nos pudo ocurrir aquello. Tal vez fue por todos los adornos navideños, por los anuncios que habíamos visto alguna noche en la tele, por todo en general, que pensamos que un souvenir ideal era llevar panetone, con su correspondiente caja enorme; y así estábamos, con nuestras maletas, el cansancio de tantos días y nuestras cajas de panetone de chocolate, en la estación de tren. Eso no habría sido tan raro si no fuera porque, mi amadísima compañía ferroviaria italiana, Trenitalia, se había puesto en huelga… Si queridos caóticos míos, no podía ser de otro modo, hasta el último día dando la nota… La cosa fue que entre cancelaciones de trenes, jaleos, quejas y demás, nos dio tiempo a sacar una cancioncilla estúpida al máximo. Lo he estado pensando un rato y no la voy a poner aquí, porque mi imagen ya está muy deteriorada como para sumarle esto… Finalmente conseguimos coger un tren que nos devolvió a Milán. En la propia estación de tren cogíamos el bus que nos llevaba al aeropuerto. Paso por alto las horas esperando al autobús, en aquella sala de espera comiendo sándwiches de mortadela boloñesa, porque aquello era kafkiano.
Aún recuerdo mi último capuchino en tierra italiana, en el aeropuerto de Bergamo. Ese último café supera con creces cualquiera que haya podido tomar en España, porque desde aquí lo digo: ¡ponerle espuma a un café con leche no es un capuchino!
Medio ensoñada, desperté en el avión de una mini-siesta; miré a mi alrededor, nuestras cajas de panetone, los italianos hablando de España, gente dormida… Por las ventanillas de un lado era de día, mientras que por las del otro lado parecía de noche. Aquellos días habían sido tan surreales y maravillosos como ese momento. Tal vez me ocurrió como en esa canción de Ismael Serrano “los viajes que trajeron a otros vistiendo nuestros cuerpos”, pero de cualquier manera, sentí una punzada cuando tomamos tierra. Estaba contenta de volver a casa, pero algo se quedaba atrás, y quería volver.
EPÍLOGO
No sé cuantas monedas eché a aquella maravillosa fuente romana, pero alguna caería dentro… O tal vez fue Júpiter, o simplemente, iba a ser así. La verdad es que siempre lo supe, que volvería, y al fin, el lunes, muy temprano tomo un avión que me devuelve a ese país, y concretamente a Roma. Será maravilloso volver, en una época del año totalmente antagónica a la anterior, con otra gente, en un viaje totalmente diferente pero espero que igual de bueno. Para resarcirme, el destino ha querido que uno de los días visitemos Florencia, Galería Oficci incluida, entre otras cosas. Forma parte de las cuentas que tengo pendientes por allí, como el helado Tartufo y tantas cosas…
Este viaje es el broche de oro de un verano bastante bueno, y como colofón, mirando las predicciones meteorológicas ¡seguramente llueva! Lo dije antes, mi relación de amor con la lluvia es recíproca, aunque todos sabéis que hay una semana al año en que no la quiero ver aparecer…
Una vez dispuestos mis líquidos en la bolsita pertinente, y plenamente segura de que no llevo armas, como una catapulta, (a ver que hago yo sin una de estas en Roma), ya puede dar comienzo el viaje. Y lo de la catapulta no es coña, figura entre otras cosas en las instrucciones de AENA, en las que en todo momento me recuerdan que es por mi seguridad, no vaya a ser que decida asaltar el avión con el rimel en un ataque de histeria, y la liemos…
Sólo será una semana, que yo disfrutaré como si fuera un año y se pasará tan rápido como dos días, y volveré sin palabras suficientes para describirlo, con fotos que no llegarán a recoger lo que querría trasmitir, por eso imagino que cuando tome tierra en la capital hispalense, que ya será Septiembre, mi pensamiento será que debería volver en no mucho tiempo.
Ciao cari.