“Los caballos son como las
personas, te ponen a prueba y ven hasta donde llegas tú y entonces saben hasta
donde pueden llegar ellos”
Había caído el sol en esa pequeña ciudad que el Guadalquivir eligió para
morir un buen día, y paseando a lomos de
Calderón me contaba esta verdad
tan simple y compleja el monitor de la cuadra.
Al principio el caballo no me hacía ningún caso; yo había montado muchas
veces pero tal vez nunca un equino como este, que me pusiera a prueba, que no
fuera manso para dejarse guiar por mí nada más poner un pie en el estribo. Lo espoleé para que avanzara,
llevé cortas las riendas apretando el tiro del bocado para que obedeciera mis
cambios de dirección… Comenzó a obedecer pero manifestaba descontento cabeceando
constantemente. Entonces me di cuenta de que
me podía estar pasando, solté un poco las riendas dejándolas largas y
con el simple movimiento del estribo Calderón entendía que debía apretar el
paso, obedecía a los cambios de dirección con un leve tirón de la rienda. A la vuelta sabía que pronto estaría en su establo y cenaría por lo que
comenzó a trotar. Nuevamente volví a tener que hacerme respetar, corregí su
marcha y a regañadientes hizo caso otra vez a lo que yo mandaba. Entonces fue
cuando me dijeron lo que contaba al
principio, mezclando varios conceptos en mi mente. Es una pena hacerse obedecer
a base de castigo, aunque en ningún momento hice daño al caballo, en todo caso
será algo molesto para él. La psicología conductista ya desarrollaba la
necesidad de utilizar el “castigo” como modificador de la conducta, aunque sea
una teoría bastante denostada por psicólogos posteriores. Tal vez en esta
historia yo no era la mala persona que castigaba a un animal tan bello y noble
como aquél caballo hispano-árabe sino que como había dicho el joven y sabio
monitor, él me había puesto a prueba y yo había sabido marcar mi límite…