jueves, 27 de octubre de 2011

Bordeaux



Mi querido Eres_mi_cruz ya me avisó de cuanto podría gustarme Burdeos y sobre todo el Garona. Tenía razón, el Garona es un señor río.
La ciudad no es ni grande ni pequeña, está limpia, bien comunicada y llena de vida. Los tranvías pueden llevarte a casi cualquier lugar, y donde ellos no llegan te lleva algún autobús. De hecho, ahora mismo poseo una tarjeta de transporte urbano que me reconoce como habitante de la ciudad, ya que mi amiga, anfitriona y Erasmus, me puso el domicilio de su residencia. Es una
picaresca a medio camino, ya que podía haber optado por colarme sin pagar, o sacar la tarjeta de visitante, que valía diez euros en lugar de los ocho que pagué por la mía, con fotito y todo.

Resultó que cuando llegué, según mi amiga sevillana había “una feria”, según un compañero vasco suyo, “sólo eran unas barracas”. Resultó que lo que había en la Explanade des Quinconces era lo que aquí sería “la Calle del Infierno”, esto es, “cacharritos” en sevillano, y atracciones en español, que luego resulta que no se nos entiende. Bueno, pues había atracciones, tómbolas, puestos de gofres… Muy surreal, ya que los personajes típicos son igualitos, solo que las carajotadas de la tómbola las dicen en gabacho, pero por lo demás, igual, con la excepción de l
os algodones. Hay algodón de azúcar de cocacola, de pistacho, de limón… de unas quince cosas o así, y… ¿de qué me lo compré yo? De fresa corriente y moliente… soy idiota, pero me asustaba la innovación…
La noria también era algo diferente, más insegura que la que yo he visto por aquí, menos rejas y medidas de seguridad, como en las atracciones de antaño, donde si te la pegabas, mala suerte… La cosa es que ese paseo en noria propició grandes fotos de la capital del vino.


Básicamente, Burdeos me ha parecido un ejemplo en muchos sentidos. Ejemplo de conservación arquitectónica, sus edificios y fachadas preciosos y monumentales, aunque la salvedad casi fue la más decepcionante para mí, la casa donde murió Goya está demasiado moderna para mi gusto, pero bueno, no podía ser todo perfecto. Me encantó el Pont de Pierre pese al caos que había en él, gran trasiego de peatones, ciclistas y coches. También me gustó mucho el Teatro Víctor Louis con sus nueve musas y sus tres diosas. Me encantó la Victoire, la calle Saint Caterine y todo su centro peatonal repleto de tiendas. También hay que destacar la catedral de Saint André y algunas iglesias que todos pueden buscar por internet, y si tienen suerte, en alguna guía. Digo lo de la suerte porque yo guía no encontré, pero bueno, confeccioné una con la red de redes. El caso es que nadie me avisó de que me maravillaría la grandeza del edificio donde está el Museo de Aquitania, o que una vez más volvería de un viaje sin ver algún museo, el de Bellas Artes permanece cerrado este mes… Aún no sé qué hacía allí un carrusel cercano a la Plaice de le Comedie, aunque corrí hacia él como una niña. La sorpresa del Museo de Arte Contemporáneo, con raras instalaciones incluido el experimento de “La cárcel de Standford”, más impresionante que en los libros… Aunque personalmente yo habría deseado un poco más de Magritte y un poco menos de pintura de dedos…
El agua de la fuente de Las tres Gracias estaba rosa, en solidaridad con el cáncer de mama, por lo visto en junio la ponen color burdeos en honor a la fiesta del vino.
Pero puede que sin lugar a dudas, lo que en cierto modo más me gustó fue esto:




No es la ciudad más famosa, ni la más grande. El aeropuerto es una quinta parte del de Sevilla, que no tiene un tamaño muy allá; pero quizás todo esto le aporta más encanto. Es una ciudad limpia, donde los franceses son amables lejos de tópicos. La calle está repleta de vida, el transporte es barato y comer y beber, algo caro. El sol, más bajo que en mi tierra, baña por igual el gótico y el Art Nouveau, el agua es un juego y una gozada; los edificios se adaptan al estado de ánimo de cada cual, y dispones de un gran río al que lanzar pensamientos que la corriente deba llevarse.
Me ha encantado este rincón del mundo que recomiendo visitar encarecidamente, al fin y al cabo, ya lo decía Víctor Hugo en la entrada anterior, una deliciosa mezcla entre Amberes y Versalles, un lugar que a veces recuerda a Londres, otras simplemente a Burdeos, merece al menos una vez en la vida, una visita.

lunes, 10 de octubre de 2011

Y ahora, Burdeos



“Tome Versalles, añada Amberes y tendrá Burdeos”

Victor Hugo

Me encantó esa cita nada más encontrarla en la red de redes, o tal vez ella me encontró a mí. Expliqué hace poco mi rara aversión parisina, por lo que no conozco el célebre palacio, pero Amberes… ¡ay Amberes!

Por otro lado, los fluidos tienen algo interesante en todo esto. Tal vez sea por ser de una ciudad con río, y por lo que yo he disfrutado el Guadalquivir, por lo que me gustan tanto. el nombre Burdeos viene del francés “au bord de l'eau”, y luego está el otro líquido, claro, el que tiene el colorcito del nombre de la ciudad… El Garona y el vino son grandes atractivos para mí, pero creo que esta ciudad que a veces resulta algo desconocida, va a encantarme. Espero visitar la casa donde murió Goya y un par de museos que tienen muy buena pinta.
En fin, mañana hay huelga de transportes según creo, tengo una tremenda suerte a veces, pero espero ir a todas partes en tranvía, transporte imperante en la ciudad.

Como ya hice otra vez, adorno este viaje con el recuerdo de otro, y aquí dejo un vídeo belga; al fin y al cabo, queda entre francófonos todo….

lunes, 3 de octubre de 2011

La Garnacha



A veces, en mi caso un puñado de ellas, un bar te enamora. También es cierto que muchos bares te decepcionan, pero no voy a entrar hoy en eso. Hoy toca recordar a un bar que fue un amor de verano; un verano que se agotaba para mí a orillas del cantábrico. Era la primera vez que recorría aquellas tierras, aunque por suerte, no fue la última. Pero volvamos al bar. Atardecía en San Vicente de la Barquera, “más bonita que ninguna de las villas marineras”, que dice la canción. Íbamos ya pensando donde cenar en aquella, nuestra primera noche en ese pueblo, y como cantaba Serrat, “fue sin querer, es caprichoso el azar…” y allá que pasamos todos, sin querer pasar, y la vimos y seguramente, aquella vinatería nos vio… La Garnacha. Y luego, como pasa cuando te enamoras, no sabría decir exactamente qué era lo maravilloso, no podría describir bien ese local amaderado, la pintura mural de la pared, la gente que atestaba el sitio, la variedad de vino que se desplegaba ante nuestros paladares… Era todo a la vez y nada de eso… Sus magníficos quesos, esas croquetas, iguales a las de “El Rinconcillo” pero mucho más grandes, o la especialidad, “Patatas Garnacha” que no es otra cosa que patatas alioli con taquitos de jamón… era un cúmulo de prendas que aumentaban la conquista. Incluso me cautivó uno de esos detallitos de complicidad, aunque fuera unilateral. Un tipo, con algo de chulería, fue a pedirle una cerveza al camarero de la barra, y se indignó de que no hubiera Mahou. Esto para empezar me extrañó, yo suelo indignarme por todo lo contrario, cuando voy a un bar y sólo hay Mahou me llevan los demonios; y me parecía incomprensible que aquél fulano quisiera beber semejante mejunje por voluntad propia, pero bueno, allá cada uno con los castigos que le infringe a su cuerpo. Lo grande para mí es que no la hubiera, un toque de distinción me pareció aquello.
Después de esta primera noche, no pudimos volver al bar; los días fueron frenéticos, de acá para allá por todos los caminos que nos daba tiempo a recorrer, y las noches eran para comer algo rápido en el apartamento y dormir.
Este verano volvimos a San Vicente de la Barquera, y por extensión, almorzamos en La Garnacha. Tenía algo de miedo; al fin y al cabo, el amor de una noche veraniega puede ser sólo eso. Podía ser un sitio menos impresionante pasado un año y a la luz del día. Pero nada de eso, hasta mi hermano, que a veces es puñeterillo, quedó prendado del sitio. Con el tímido sol entrando por las estrechas ventanas, con el bar bastante más vacío que la vez anterior, con temas de M.Clan sonando uno detrás de otro sin parar, me convencí de que la primera impresión no había engañado; seguía siendo un gran bar en el segundo mejor pueblo del mundo, en mi escala personal. Y para colmo, como si lo hubieran ensayado, llegó un hombre que pidió una cerveza, y al ver la Heineken preguntó si no había Mahou. Por supuesto, no la había.
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