Esta historia comienza en La Campana, tarde de Viernes Santo, tendría unos seis años. Acababa de comerme un sándwich de aquél paté tapa negra, más bueno que el pan. No sé quien sería, pero alguien me sugirió una utilidad para el papel de plata; aquella tarde comenzó mi bola de cera. Recuerdo que la primera cera que recibió fue roja, así que imagino que serían los nazarenos de La O los primeros en hacerme una aportación. Empezar una bola uno de los últimos días de Semana Santa es algo extraño, pero siempre he sido igual para todo, y la guardé con cariño hasta el año siguiente. Empezábamos el Domingo de Ramos y ya no nos separábamos en toda la semana. Si se me olvidaba era un drama, y siempre que se podía, se volvía a por ella. Rápidamente aprendí lo que deben aprender todos los niños, no pedir cera a las de negro, o alguna de las llamadas “serias”. También en alguna ocasión, trampeando un poco, intentaba aumentarla con las velas de cumpleaños; pero era muy mala, se caía y además, era un poco ridículo llevar una bola con cera rosa.
Los hermanos pequeños suelen heredar cosas de sus hermanos mayores; pero el mío heredó poco, ya que además de que es un varón, yo soy cinco años mayor, lo que complica el proceso. Pero entre las pocas cosas que heredó de mi, está la bola de cera. Él la anhelaba, porque era mucho mayor que la suya. Yo entré en esa edad en que las niñas comienzan a llevar bolso, que es todo un paso, y era ya mayor para llevar en mi bolso la bola, así que cedí el testigo. Y lo hizo mejor de lo que yo pensaba, no sólo dobló su tamaño, si no que la ha conservado hasta hoy. Yo la creía desaparecida, muerta, en cualquier lugar menos en el que estaba, en la habitación de enfrente.
La miro mientras escribo, y pienso que si la abriera por la mitad sería un corte estratigráfico de una importante parte de mi vida. Esa masa de cera sólida podría contar noches de Domingo de Ramos, viendo San Roque, muerta de sueño, pero siempre negando estar cansada. Contaría como permanecía en el bolso de mi madre mientras veíamos Veracruz, Pasión, la Mortaja en la Plaza de San Pedro. Hablaría del único día que no venía conmigo, los Martes Santo. Recordaría los generosos nazarenos de La Redención, los “No seas pesada Merceditas” de mis padres, y tantas cosas que se quedaron atrás, envueltas en el azahar e incienso de otro tiempo.
Puede parecer absurdo, pero en estos días fríos, en los que muchos vivimos una especie de “precuaresma”, a mi me ha hecho mucha ilusión encontrar mi bola de cera.