martes, 7 de febrero de 2012

Grandes esperanzas – Charles Dickens

Aquélla era la primera vez que se abría una tumba en el camino de mi vida, y fue extraordinario el efecto que ello me produjo. Día y noche me asaltaba el recuerdo de mi hermana, sentada en su sillón junto al fuego de la cocina. Y el pensar que subsistiese esta última sin mi hermana me resultaba de difícil comprensión. Así como en los últimos tiempos apenas o nunca pensé en ella, a la sazón tenía la extraña idea de que iba a verla por la calle, viniendo hacia mí, o que de pronto llamaría a la puerta. También en mi vivienda, con la cual jamás estuvo mi hermana asociada, parecía reinar la impresión de la muerte y la sugestión perpetua del sonido de su voz, o de alguna peculiaridad de su rostro o de su figura, como si aún viviese y me hubiera visitado allí con frecuencia.
Cualesquiera que hubieran podido ser mis esperanzas y mi fortuna, es dudoso que yo recordase a mi hermana con mucha ternura. Pero supongo que siempre puede existir cierto pesar aunque el cariño no sea grande. Bajo su influencia (y quizás ocupando el lugar de un sentimiento más tierno), sentí violenta indignación contra el criminal por cuya causa sufrió tanto aquella pobre mujer, y sin duda alguna, de haber tenido pruebas suficientes, hubiera perseguido vengativamente hasta el último extremo a Orlick o a cualquier otro.
Después de escribir a Joe para ofrecerle mis consuelos, y asegurándole que no dejaría de asistir al entierro, pasé aquellos días intermedios en el curioso estado mental que ya he descrito. Salí temprano por la mañana y me detuve en El Jabalí Azul, con tiempo más que suficiente para dirigirme a la fragua.
Otra vez corría el verano, y el tiempo era muy agradable mientras fui paseando hacia la fragua.
Entonces recordé con la mayor precisión la época en que no era más que un niño indefenso y mi hermana no me mimaba ciertamente. Pero lo recordé con mayor suavidad, que incluso hizo más llevadero el mismo recuerdo de «Tickler». Entonces el aroma de las habas y del trébol insinuaba en mi corazón que llegaría el día en que sería agradable para mi memoria que otros, al pasear a la luz del sol, se sintieran algo emocionados al pensar en mí.
Por fin llegué ante la casa, y vi que «Trabb & Co.» habían procedido a preparar el entierro, posesionándose de la casa. Dos personas absurdas y de triste aspecto, cada una de ellas luciendo una muletilla envuelta en un vendaje negro, como si tal instrumento pudiera resultar consolador para alguien, estaban situadas ante la puerta principal de la casa; en una de ellas reconocí a un postillón despedido de El Jabalí Azul por haber metido en un aserradero a una pareja de recién casados que hacían su viaje de novios, a consecuencia de una fenomenal borrachera que sufría y que le obligó a agarrarse con ambos brazos al cuello de su caballo para no caerse. Todos los muchachos del pueblo, y muchas mujeres también, admiraban a aquellos enlutados guardianes, contemplando las cerradas ventanas de la casa y de la fragua; cuando yo llegué, uno de los dos guardianes, el postillón, llamó a la puerta como dando a entender que yo estaba tan agobiado por la pena que ni siquiera me quedaba fuerza para hacerlo con mis propias manos.
El otro enlutado guardián, un carpintero que en una ocasión se comió dos gansos por una apuesta, abrió la puerta y me introdujo en la sala de ceremonia. Allí, el señor Trabb había tomado para sí la mejor mesa, provisto de los necesarios permisos, y corría a su cargo una especie de bazar de luto, ayudándose de gran cantidad de alfileres negros. En el momento de mi llegada acababa de poner una gasa en el sombrero de alguien, con los extremos de aquélla anudados y muy largos, y me tendió la mano pidiéndome mi sombrero; pero yo, equivocándome acerca de su intento, le estreché la mano que me tendía con el mayor afecto.
El pobre y querido Joe, envuelto en una capita negra atada en el cuello por una gran corbata del mismo color, estaba sentado lejos de todos, en el extremo superior de la habitación, lugar en donde, como presidente del duelo, le había colocado el señor Trabb. Yo le saludé inclinando la cabeza y le dije:
- ¿Cómo estás, querido Joe?
- ¡Pip, querido amigo! - me contestó -. Usted la conoció cuando todavía era una espléndida mujer.
Luego me estrechó la mano y guardó silencio.
Biddy, modestamente vestida con su traje negro, iba de un lado a otro y se mostraba muy servicial y útil.En cuanto le hube dicho algunas palabras, pues la ocasión no permitía una conversación más larga, fui a sentarme cerca de Joe, preguntándome en qué parte de la casa estaría mi hermana. En la sala se percibía el débil olor de pasteles, y miré alrededor de mí en busca de la mesa que contenía el refresco; apenas era visible hasta que uno se había acostumbrado a aquella penumbra.

Vi en ella un pastel de manzanas, ya cortado en porciones, y también naranjas, sandwichs, bizcochos y dos jarros, que conocía muy bien como objetos de adorno, pero que jamás vi usar en toda mi vida. Uno de ellos estaba lleno de oporto, y el otro, de jerez. Junto a la mesa distinguí al servil Pumblechook, envuelto en una capa negra y con el lazo de gasa en el sombrero, cuyos extremos eran larguísimos; alternativamente se atracaba de lo lindo y hacía obsequiosos movimientos con objeto de despertar mi atención. En cuanto lo hubo logrado, vino hacia mí, oliendo a jerez y a pastel y, con voz contenida, dijo:
- ¿Me será permitido, querido señor...?
Y, en efecto, me estrechó las manos.
Entonces distinguí al señor y a la señora Hubble, esta última muy apenada y silenciosa en un rincón.
Todos íbamos a acompañar el cadáver y, por lo tanto, antes Trabb debía convertirnos separadamente, a cada uno de nosotros, en ridículos fardos de negras telas.
- Le aseguro, Pip - murmuró Joe cuando ya estábamos «formados», según decía el señor Trabb, de dos en dos, en el salón, lo cual parecía una horrible preparación para una triste danza, - le aseguro, caballero, que habría preferido llevarla yo mismo a la iglesia, acompañado de tres o cuatro amigos que me habrían prestado con gusto sus corazones y sus brazos; pero se ha tenido en cuenta lo que dirían los vecinos al verlo, temiendo que se figuraran que eso era una falta de respeto.
- ¡Saquen los pañuelos ahora! - gritó el señor Trabb en aquel momento con la mayor seriedad y como si dirigiese el ejercicio de algunos reclutas -. ¡Fuera pañuelos! ¿Estamos?
Por consiguiente, todos nos llevamos los pañuelos a la cara, como si nos sangrasen las narices, y salimos de dos en dos. Delante íbamos Joe y yo; nos seguían Biddy y Pumblechook, y, finalmente, iban el señor y la señora Hubble. Los restos de mi pobre hermana fueron sacados por la puerta de la cocina, y como era esencial en la ceremonia del entierro que los seis individuos que transportaban el cadáver anduvieran envueltos en una especie de gualdrapas de terciopelo negro, con un borde blanco, el conjunto parecía un monstruo ciego, provisto de doce piernas humanas, cuyos pies intentaban dirigirse cada uno por su lado, bajo la guía de los dos guardias, o sea del postillón y de su camarada.
Sin embargo, la vecindad manifestaba su entera aprobación con respecto a aquella ceremonia y nos admiraron mucho mientras atravesábamos el pueblo. Los aldeanos más jóvenes y vigorosos hacían varias tentativas para dividir el cortejo, y hasta se ponían al acecho para interceptar nuestro camino en los lugares convenientes. En aquellos momentos, los más exaltados entre ellos gritaban con la mayor excitación en cuanto aparecíamos por la esquina inmediata:
- ¡Ya están aquí! ¡Ya vienen!
Cosa que a nosotros no nos alegraba ni mucho menos. En aquella procesión me molestó mucho el abyecto Pumblechook, quien, aprovechándose de la circunstancia de marchar detrás de mí, insistió durante todo el camino, como prueba de sus delicadas atenciones, en arreglar las gasas que colgaban de mi sombrero y en quitarme las arrugas de la capa. También mis pensamientos se distrajeron mucho al observar el extraordinario orgullo del señor y la señora Hubble, que se vanagloriaban enormemente por el hecho de ser miembros de tan distinguida procesión.

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Creo que nunca se me han mezclado tanto las risas con las lágrimas como en las obras de Dickens. Sus personajes excéntricos y humanos, la sordidez y el esplendor, lo snob y lo mundano. Una forma de saber retratar la vida que engancha y echa raíces en quien lo lee, una inmortalidad literaria que hará que muchas generaciones, al perderse en sus palabras lleguen a pensar que muchas generaciones, al perderse en sus palabras lleguen a pensar que Charles continúa vivo.

8 comentarios:

Atlántida dijo...

menudo homenaje el tuyo. La verdad es que Dickens tuvo una agradable forma de captar la más sórdida realidad sin ofender nadie.

La gata Roma dijo...

Jajajajaja hombre, he copiado un estracto de una novela, mérito por mi parte tiene poco por no decir poquísimo, pero no tengo más tiempo ni imaginación como para algo realmente currado, que diría mi hermano…
En fin, él era muy grande, tampoco necesita mucho, con sus letras vale

Kisses

Patri Hache dijo...

ME ENCANTA Charles. Tanto, tanto, que no cabría en un comentario.

La gata Roma dijo...

A mí también me gusta tantísimo que no cabía en un post, de hecho este ya me ha quedado demasiado largo por lo mismo…

Kisses Patri

Antonio dijo...

Conozco más a Dickens por lo que hablan de él en otras obras que leo que por sus propios escritos. Ahí me tengo que corregir.
Tu siempre poniéndonos miguitas de pan para no perdernos.
Muchos kisses
Antonio

La gata Roma dijo...

La verdad es que es curioso esa frecuente aparición de Charles en tantos textos y obras de otros… hasta en Matilda la superdotada niña leía Grandes esperanzas…
Cuando tengas tiempo, dedícale un ratín…

Kisses

Atlántida dijo...

Mujer, ya sé que el texto es de Dickens, pero no por ello es menos acertado.

La gata Roma dijo...

Jejeje si hombre, pero yo me refería a que era un tributo muy pobre pero bueno, cada uno lo que puede.
Kisses

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